Mi hijo pequeño tiene seis años y ayer tuvo su primera pena de amor. Resulta que su mejor amiga –Connie– viajó a Costa Rica un par de semanas, a propósito de las vacaciones de nuestro verano austral –antes de retornar a clases en marzo– y para él resultó ser la despedida más sentida y triste desde que nos ilumina con su existencia.
Al ver caer dos lágrimas por sus mejillas, me enternecí de sus sentimientos tan puros, resueltos y sencillos, comprendiendo que para él la pérdida producto del alejamiento –pasajera o definitiva– es algo concreto y sin condiciones alambicadas ni complejidades manifiestas, que lo afecta en la singularidad de su universo y de su patio trasero, su dominio del mundo conocido: no estará por espacio de varios días su compañera de juegos, su amiga del alma y del corrido de llamadas telefónicas a toda hora, su cómplice de carreras y jugarretas en lo real y en lo virtual, su hermana de la casa en el árbol y la piscina de agua fresca en los crepúsculos calurosos del desierto de Atacama, su compañía crítica en muchas tardes de cine y de grandes e inacabables correrías por el centro comercial.
En fin, al enjugarle las lágrimas y consolarlo con un abrazo cercano, decidí que esa tarde me acompañara a la oficina y que estuviese conmigo, en mi último día de trabajo antes de tomar mis propias vacaciones. Me sentaría bien su compañía. En el edificio todos los conocen: los guardias lo saludan, las personas que trabajan en el aseo le sonríen y mis propios compañeros de trabajo se dan tiempo y maña para conversar y compartir con él las vicisitudes del momento. Mi hijo siempre retorna con creces la atención recibida y es cálido, amable y muy querendón, bastante disímil a lo que soy yo mismo en realidad.
Así, sabiendo que desde mi oficina se domina el enjambre de pasillos que atraviesan el resto de la división lo dejé deambular libremente a esa hora de la tarde, mientras se retiraba todo el mundo hacia sus hogares. Me senté en mi escritorio y, al cabo de un par de llamadas y de responder y enviar una seguidilla de correos electrónicos, me di cuenta que, junto con el tiempo transcurrido, se había instalado un silencio alrededor de mi puerta y el pasillo colindante, sin divisarse por ningún lado la presencia casi siempre animada y ruidosa de mi hijo. Me levanté de mi silla, preocupado quizás que aún estuviese afectado por lo de la mañana, y salí a buscarlo presuroso y en silencio. No tuve que caminar mucho. Dos oficinas más. Allí estaba él y no estaba solo: en una de los escritorios vacíos de esa hora de la tarde había música y tres figuras bailaban animadas al son de Tick Tock de Kesha: mi hijo y dos de las más jóvenes alumnas practicantes se movían extasiados en una coreografía perfecta y sincronizada, riéndose de la alegría de la vida, disfrutando de la oportunidad de compartir un buen momento y la grata agrupación que se magnetiza en los corazones jóvenes y puros. Cómo se reían, cómo me reía de verlo gozoso y entero, poniéndose de pie respecto de los vaivenes y polaridades de la vida. Mi hijo en horas había descubierto la premisa fundamental de Gibran Khalil Gibran –aquella inferencia que nos toma años, en algunos casos–: que la alegría y la tristeza provienen de la misma fuente.
Aún me sonrío con amor y ternura al recordar esta imagen de mi hijo que corona el recuerdo ya lejano de ese día. La polaridad del día y el equilibrio del ser. El verdadero sentir y latir de un ser humano. La vida misma. Desatada.
Nota de comportamiento:
1) Sin duda lo mejor de mi vida ha sido y es esta personita de la que habla esta pequeña historia. Mauricio Antonio es su nombre y me enorgullece decir que es el mejor de los hombres que he conocido.
2) En Chile, el significado de «Hijo de tigre» implica que el hijo tiene igual o más talento que el padre.
Recuerdos del verano de 2010.
Alejandro Cifuentes-Lucic © Catalejo 2010