Me pregunto dónde estás, que habrás estado haciendo a esta hora, otras horas, en otro tiempo, este tiempo, todos los segundos del tiempo. Me pregunto en qué piensas, y que llegaste a pensar sobre mí, realmente, en lo tocante a todas esas cuestiones esenciales o accidentales en las que nunca -ni por cerca- estuvimos de acuerdo: a qué hora llegar, a qué edad manejar la vieja camioneta azul, en cuál ciudad más cercana estudiar cuando ya se te hizo inevitable mi decisión de partir del hogar.
Cuestionaste mis azares desde el principio, o supiste siempre la verdad sobre mis amores, pero no quisiste ser mi cómplice en aquellos momentos en que los halagos superficiales ya no tenían importancia ni efecto en el sobrevivir, ni ayer ni hoy. Me pregunto si todavía fumas, o si paseas por el verde del valle, bajo los árboles, usando esa vieja chupalla de totora, o si todavía cuelgas tu estetoscopio en lo alto del esquinero para que yo no lo alcance y pueda jugar con él. Me pregunto por ti, y se me anudan emocionados los recuerdos más diversos de las buenas veces, y de las malas también. Eres mortal, eras perecedero, ya no estás aquí, siempre lo estarás, lo estás.
Esta noche me queda la duda sobre tus sentimientos y adónde fueron a parar, todos ellos, incluso los que escondías fuera de casa; no puedo creer el tiempo ya que no nos hablamos y hasta la resonancia de tu voz se me ha desdibujado en mi memoria, diluida al punto que todos mis recuerdos sobre ti son en silencio. Nunca hiciste caso en nada a nadie y ese fue el sello vital de tu existencia, tu aplomo especial para hacer frente a la vida -casi como en jugarreta-: los deberes eran primero, los amores después y el resto podía esperar un par de días.
Me pregunto dónde estás, que habrás estado haciendo a esta hora, otras horas, en otro tiempo, este tiempo, todos los segundos del tiempo. Quién sabe si te pueda llamar mañana, sé muy bien lo que haría si me respondieras.
Alejandro Cifuentes-Lucic © 2010 – Libro S