Camino a casa

No puedo devolver mis pasos ni dejar de mirar los escaparates, las calles atestadas del verano, el sopor del sol que se funde en un vaho invisible y brutal sobre el pavimento, hirviéndolo, quemándolo; los miles de reflejos que despuntan -una y otra vez- en cada esquina guiñando las persianas, los letreros, las luces de neón de las tiendas y las estanterías, de los bares y los restoranes, las expendedoras de gaseosas y tabaco, de los bancos y los cajeros: tiñéndolo todo lenta y cromáticamente a través del vidrio transparente y del aluminio delgado de las ventanas de los edificios que se levantan espigados en abierta y libre competencia por más metros de altura con los postes, los cables, las torres de telefonía móvil y las gigantografías áreas, escapando en vilo hacia lo alto del cielo, por las nubes, el viento, en los pájaros que regresan a anidar costa adentro, en los aviones de pasajeros y de carga que colman del ruido de sus turbinas en las rutas locales e internacionales … y rebotando en el éter, pétreo e irrespirable, junto a las señales de radio y a la estela infinita de los satélites alrededor del planeta. Abajo, el paso lento de la gente (algunos alegres, otros ocupados, colgados en sus ipod, masajeando sus blackberries o cargando livianos y coloridos laptop: todos y cada uno, sumergidos en la naturaleza de sus propios asuntos, indiferentes al resto y del resto, ensimismados, enjutos, sudorosos, alegres y distraídos), alejándose del centro mohoso de la ciudad hacia la límpida y moderna periferia, en camino hacia los barrios coloridos del sur. En paralelo, la combustión de los motores que avanza lenta, febril y desordenada por las avenidas, calles y callejuelas cada vez más estrechas y atiborradas automóviles y bicicletas, de autobuses y transeúntes, donde ya no queda espacio ni para avanzar ni retroceder -en el punto culmine de la congestión de este día-, estacionada como una ola muerta enfrente de mi línea de vehículos: todos detenidos, estáticos, petrificados sobre el asfalto como animales prehistóricos empantanados en trampas de brea y de alquitrán. Instante perpetuo: no corre una pisca de viento ni siquiera una leve brisa confundida por la diatérmica o la densidad del aire de esta zona cero, mientras el sol desnudo e impasible quema la ciudad, desplazando el calor a través del tumulto y la muchedumbre que organiza, articula y distribuye una altisonora algarabía por las calles adyacentes, confundiéndose con la rítmica y sucesiva mezcla de música, cuyos beats se escapan a través de los poros de metal de los automóviles y los ronroneos rugientes de las máquinas estertorando el ambiente de la tarde y … allí me quedo, solo, traslucido, suspendido, alunizado, perdido, perenne, maravillado en la evocación de tu persistente mirada, saboreando el recuerdo salado, fugaz y frágil del último encuentro, de tus besos cándidos y feroces, de tu humedad interior que derrite todo lo mío, del vértigo en sí mismo salido salvajemente de este amor que me das, que me devuelves, que me retuerces, que me aturde, turba, desfigura y trastorna hasta el extremo crudo y descontrolado de desmoronar en una quemante avalancha en cada centímetro de mi propio camino a casa.

Alejandro Cifuentes-Lucic © 2010 – Libro C

Photograph: “Veracruz” – Courtesy by Eduardo Gómez-Allende (Veracruz, México). Artwork used without permission.


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