La copa rota

Recuerdas aquellos días cándidos de patiperrear por las costas del Maule y Bío-Bío.

La felicidad del verano, la majestuosidad del mar y del paisaje del sur
-acuarela variopinta plena de moléculas revestidas de verdor, humedad y vida,
naturaleza forjada desde la propia médula austral del universo,
puerta abierta y esplendorosa que impregna de luz y turquesa
hasta las conchuelas apiladas en las dunas que dormitan sobre los tumbos
que deja el relieve salvaje de las olas en la playa-,
y la magia de viajar junto a ti, de la mano apegados por todo el trayecto,
travesía adolescente detonada entre besos y retozos, entre abrazos y risas,
de a dos, siempre, caminando apretados descubriendo un nuevo mundo,
terminando de componer el paraje entero con nuestra mirada pionera descubriendo caminos,
cuesta abajo hacia los roqueríos trenzados por el rugir amable del océano,
cuesta arriba hacia los bosques de sombras eternas aún en mediodía,
infinitos espacios públicos en donde hacer sabrosas contorsiones privadas.

Qué viaje, qué recuerdos más intensos y hermosos: no solo pueblos y caletas: un millón de rostros se atiborran en mi memoria y son parte de un concierto inolvidable de nombres e imborrables historias de gentes y lugares.

Recuerdo en Constitución a la dueña de la residencial que nos dio alojamiento con vista al mar y a las estrellas: -“Especial para el amor”-dijo sonriendo, cómplice. O los pescadores que nos llevaron al gran islote Orrego y con quienes compartimos unas cervezas heladas y empanadas de mariscos que compramos en un quiosco junto a la ribera del río Maule. (Esa vez en el bote me reñiste porque puse los pies en el agua y los niños que viajaban con nosotros quisieron hacer lo mismo. -No es culpa mía, mi amor, soy un niño grande– te respondí picarón).

No me olvido de la caminata al Puerto de Magullines. Qué manera de caminar, ¿no? Pero qué delicia la arena suave y mojada bajo nuestros pies descalzos, y el rocío del mar cayendo como sifón en nuestros rostros bronceados de tanto engullir sol. Ibamos de la mano, a paso lento, sin apuro. En definitiva, no importaba: Magullines iba a seguir allí cuando llegasemos. Pero esa larga y relajada caminata tuvo también la hermosa oportunidad de poder compartir miradas y aventuras en el horizonte de un paisaje de ensueño, sacado literalemente de una postal veraniega del planeta Titán, que quedó grabado a fuego en nuestras emociones diarias de viajeros: la Piedra de la Iglesia, el Peñón de Calabocillos, la Roca de los Enamorados -nuestra favorita- y el Peñón de Elefante, lo más selecto de las formaciones pétreas del Maule.

Evoco los largos días que nos tomamos en recorrer los caminos de la ruta (y también los pedidos), que van desde Constitución a Chanco, y de ahí a Pelluhue, Cauquenes, Curanipe, Cobquecura hasta llegar a Tomé, descubriendo las bondades y maravillas no solo del trayecto, si no de la simple y buena mesa: te acuerdas de la panzada de cholgas gigantes al vapor que nos dimos en un bolichito atendido por una sonriente familia, esa que seguramente inventó el verdadero concepto de la excursión dentro de la propia casa. Jamás he vuelto a sentirme tan a gusto. A mí se me ocurrió pedir vino y nos trajeron una chuica gigante de tinto que, por suerte, pudimos compartir con otros viajantes sometidos al gigantesco patache de pescados, mariscos, papas, cebollas y de chancho en piedra de sus vidas. Recuerdo tus ojos reflejándose en esa copa de vino rojo y como me sonreías con la naturalidad del amor exacerbado por el tono cálido de la madrugada cuando nos levantamos para ir a dormir. Esa noche te amé a ti, sin remilgos, sin ataduras, libre y sincero. Y me diste de vuelta toda una declaración material del amor. Así, sin más. Desnuda y franca, de principio a fin. Nos reímos, dijimos debe ser el aire del fin del verano en el sur. O los efectos del vino, aún. O quizás el húmedo sabor a mar que nos acompañaba hasta en los pliegues de la piel desde que arribamos a Maule, por Empedrado hacia la costa. Ya, a dormir, preciosa mía: mañana a Concepción y Talcahuano, para volvernos a Curicó, vía Linares y Talca, por la Panamericana Sur, rumbo al norte, de regreso a los lindes del desierto.

La noche estaba despejada. Corría una leve brisa que terminó por refrescarlo todo. Era tarde. Sí, como en una premonición, nos dormimos abrazados en un ovillo desordenado encima de las colchas, mirando el cielo cargado de estrellas y de luces boreales que apuntalaban el amanecer.

Hora
03:34:12
Fecha
27/02/2010
Latitud
-36 12′ 28»
Longitud
-72 57′ 46»
Profundidad
47,4 km.
Magnitud
8,8 (Mw) GS

Alejandro Cifuentes-Lucic © Catalejo 2010
Fotografía original en Diario La Nación (04 de marzo de 2010)


4 respuestas a “La copa rota”

  1. Estimado Alejandro:
    Me encantantaron tus líneas. Pensar que yo, viviendo mucho más cerca que tú de este territorio narrado, nunca lo conocí. Y ya no lo conoceré. Como es parte de Chile, seguramente renacerá como el ave Fénix, pero será la versión siglo XXI, ya no será lo que fue.
    Un gran abrazo,
    Hugo

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