El lugar en el que trabajo es el epicentro de toda la actividad pública y política de mi región.
Es en una escala comparativa y racionalmente mesurada la corte del rey, el lar clasista de sus cortesanos, el lagar por excelencia y definición, atiborrado de una tropa condicional y condescendiente de bufones, guardias pretorianos, magos, predicadores, vendedores, timadores, charlatanes, militares, leguleyos, prestigitadores, golfos, sicarios y uno que otro caballero de yelmo y oxidada armadura, mero y solitario cid de honorable espada extraviada en estas circunstancias y latitudes. Pero no era eso lo que quería contar. Es algo diferente y curioso –a mis ojos al menos–, que pude distinguir para el anecdotario, al ser observador del hecho, en esos mares de gentes y barullo.
Un día cualquiera, mientras caminaba hacia el edificio central, alguien me comentó que fulano de tal llegaría a trabajar mañana (sí, mañana, cómo tanta otra muchedumbre que llega y se va sin avisar, así, sin más: la verdad es que tales noticias me hoy traen un poco anestesiado, aún cuando antes me tuviesen amostazado), y como mi respuesta solo implicara un encogimiento de hombros, mi interlocutor me despachó un par de palabrotas y se largó escaleras abajo sin despedirse ni sonreír. Seguí mi camino. Al traspasar la entrada, cuyo pórtico conduce de pleno al patio principal, me fijé bien haciendo eco del reciente comentario y sí, efeectivamente, allí estaba el personaje en cuestión, vestido en la sencillez de las mangas de camisa de mitad de semana y ungido de un candor insustancial, sin mayor atractivo, y acompañado de una irresoluta sonrisa mecánica. Alguien en particular, nadie en especial, una persona común y corriente. Debo decir además que el trabajo a desempeñar por esta persona (mañana, en el edificio del poder), no implicaba mayores ni especiales responsabilidades que las propias y normales de cualquier otro trabajador del estamento administrativo, sin menospreciarlas en lo absoluto.
Bueno, la cuestión es lo que vino al día siguiente. El mismo reino, la misma gente, el mismo espacio, pero no el mismo personaje.
Ahora era distinto: traje negro hecho a mano, camisa blanca, corbata de seda oscura, pelo engominado en contra de la raíz, zapatos lustrados por algún infante de marina retirado. Impecabilidad, elegancia, eficiencia, efectividad, todo en uno. Ecce homo. Y un detalle importante en todo esto, en el conjunto: un aparato móvil blackberry pearl de última generación, con audífono inalámbrico incorporado. Quizás todo esto no me hubiese llamado mayormente mi atención –ya acostumbrado a tanta demostración y ostentación de poder en este lugar– como el hecho que estuviese al medio del gran patio central, hablando y gesticulando por teléfono mientras caminaba animadamente de un lado a otro, pisando majestuoso a lo largo de las lozas húmedas a esa hora de la mañana. Nada en especial, en verdad, solo la duda respecto de cuál papel estaría representando en esta obra cruda de la realidad pública de mi ciudad, de mi región, de mi país. Ayer un ciudadano común y corriente, hoy un pequeño y lacustre señor feudal ataviado para grandes menesteres.
—
Años después la persona referida en esta breve relación, murió trágicamente asesinada en circunstancias nunca esclarecidas hasta hoy, víctima del emjambre de violencia citadina que nos corroe como sociedad. En esa oportunidad, como corresponde a un buen vecino y ciudadano de esta urbe, concurrí a expresar mi pésame a sus deudos a la capilla ardiente dispuesta para su último responso. En el silencio y recogimiento del lugar, finalmente, no pude dejar de pensar –sonrojado– en aquella vez que lo había visto en el patio del edificio consistorial de gobierno y preguntarme, sin aspavientos, a quién habría estado llamado ese día en particular y de qué habría conversado y versado tan estudiado diálogo, desde la jerarquía circunstancial de aquel hombre del patio, que -verdaderamente- no haya podido ser realizada el día anterior. Él no llamó a nadie en realidad, el hombre del patio dejó su ser fuera de las envistiduras y de los accesorios, y hablaba por su voz la deidad del arribismo de estos tiempos, ser lo que no se es, parecer otra cosa que realmente no somos. Triste, pero cierto.
Alejandro Cifuentes-Lucic © 2010 – Libro A
Photograph: “El caricaturista” – Original by Adriana Reid (Ciudad de México, México). Artwork used with permission.