Debes saber que no eres tú, mi querida,
quien dicta el color moribundo del cielo,
esa negra marea que inunda perezosa
el ocaso del sol naciente,
la extrema desolación de no mirarte sonreír,
si mirarte así pudiera.
No eres el camino tantas veces recorrido
bajo una febril y fatigada luna,
o el concierto tibio y desconcertado
en arrebatos de mortal agua estancada
o las pulidas navajas desangrando
ágiles poemas en la antigua corteza,
clavando de paso silencios eternos,
peregrinos instantes de gozo
que inundan de muerte la propia muerte.
¿Sabrán tus labios del sabor de los míos,
enredados tan lejos, rojos, tristes,
yo que me alimento del rocío del mar
y del bullicio de las mareas,
del rostro claro de la noche que se dibuja,
en la distancia,
como en el eco de una fatal fantasía?
Recuerda que no encuentro en ti
las viejas palabras exactas,
aquellas capaces de sincronizar
la voz que roza tus labios
con el inquieto y descarado deseo de los míos,
de sonrojarte en un abrazo,
del verso atribulado que mina
la claridad de las estrellas
sobre el ardor del crepúsculo,
no en la complacencia,
si no en la comprensión de saberse amado,
deseado, perpetuamente enamorado.
Tendrías que entender
lo que saben los bosques
sobre la incógnita oscuridad
que emerge desde el cielo,
lo que se incendia voraz
en la retina escrutadora del que escribe,
como queriendo revolotear más allá
de la perpetua intención del insecto
que fecunda y transforma el fósil en vida,
la larva en vuelo,
el guiño en ofrenda,
el beso en respiro moribundo,
la espesa palabra del anciano escondida
en el corolario de su existencia,
la exaltación pueril del negro carcinoma
en mis venas, en mi alma,
día a día, noche a noche,
todo de ti,
la compulsión de las horas
y las distancias,
el sabroso espesor asperjado
de lo que dejo en ti.
Tendrías que ser el impulso de mis sueños,
la cadencia total e impropia,
el surco cárdeno de mis alas
estropeadas de tanta gravedad,
el rastro que de ti perdí
en el cielo grueso de octubre,
la huella profunda de las rocas verdes
que ahondan la gracia del río,
la perpetuidad roja de mi sangre derramada
sobre la brisa de la calígine,
impaciente espera de cegarnos siempre de vida,
opacando el punto final que discurre
en este amor,
este fuego de nosotros que se incendia
en la pira del olvido.
—
Colaboración original de Adriana Reid & Alejandro Cifuentes-Lucic © Catalejo 2010
El imperio de las migajas – 2011
Fotografía: “Tarde” – Original de Adriana Reid (México). Usado con permiso de la autora. Todos los derechos reservados ©.