9:10 A.M.
«…Seguramente ésta será la última oportunidad en que pueda dirigirme a ustedes. La Fuerza Aérea ha bombardeado las torres de Radio Portales y Radio Corporación… Tienen la fuerza, podrán avasallarnos, pero no se detienen los procesos sociales ni con el crimen ni con la fuerza. La historia es nuestra y la hacen los pueblos.
Seguramente Radio Magallanes será acallada y el metal tranquilo de mi voz ya no llegará a ustedes. No importa. La seguirán oyendo. Siempre estaré junto a ustedes. Por lo menos mi recuerdo será el de un hombre digno que fue leal con la Patria.
El pueblo debe defenderse, pero no sacrificarse. El pueblo no debe dejarse arrasar ni acribillar, pero tampoco puede humillarse.
Trabajadores de mi Patria, tengo fe en Chile y su destino. Superarán otros hombres este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor.
¡Viva Chile! ¡Viva el pueblo! ¡Vivan los trabajadores!
Estas son mis últimas palabras y tengo la certeza de que mi sacrificio no será en vano, tengo la certeza de que, por lo menos, será una lección moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición…»
Tengo certeza de todos mis recuerdos de ese día –a la sazón tenía 7 años–, como si el tiempo, mezquino en otras ocasiones, se hubiese quedado pegado en algunos detalles, cuyos instantes brillan inalterables en mi memoria. Por ejemplo, recuerdo el rostro consternado de mi madre escuchando, pálida, las noticias, comunicados y silencios que se tropezaban en la radio esa mañana. A mi padre regresando desde el trabajo, casi una hora después de haberse ido: la situación era muy grave y, en el centro de la ciudad de Arica (norte de Chile), todo estaba ya cerrado bajo un férreo control militar.
Cerca del mediodía, una patrulla de soldados, con un tanque, tomó posición cerca de la casa, hacia la esquina de unos estanques de agua. Hacía calor a esa hora, el cielo estaba abochornado y algunas vecinas salieron a saludarlos, mientras les llevaban agua en jarras y vasos. En algunas casas cercanas, se escuchaban aplausos y la cadencia severa del himno nacional a gran volumen en algunas bocinas. Los vecinos del lado comentaron en voz baja que el Presidente Allende había muerto en Santiago. La mayoría de la gente optó por volverse a sus casas.
Cerca de las dos de la tarde, encendí el televisor de tubos –primero se escuchaba el sonido, después venía la imagen–: todo estaba inundado de marchas militares, discursos furiosos y bandos asesinos. A las seis quitaron “Violeta” de la programación infantil de la tarde. A las nueve, desapareció “Tevito” de las pantallas de televisión nacional y las noticias mostraron imágenes de La Moneda en llamas, con una bandera chilena flameando al tope del pabellón, quemándose ígnea como epitafio de un combate desigual.
Nadie se imaginaba realmente los efectos de ese día gris y amargo de septiembre en los siguientes 17 años de nuestra historia. Y, a pesar de que han pasado 40 años, la memoria viva de los ejecutados y detenidos-desaparecidos de la dictadura sigue presente en las entrañas del país, inquieta y persistente (junto con la memoria sobreviviente de los torturados, los exiliados, los condenados a la pobreza social de un capitalismo salvaje que se desató sin contrapeso). Quizás a muchos en Chile, esta situación, les moleste o les sea indiferente, pero mientras no haya verdad y justicia definitiva para ellos, no puede haber perdón y ni reconciliación.
El peor pecado como sociedad -en el pos-bicentenario de la independencia como estado soberano-, es no tener conciencia de la dolorosa memoria histórica de Chile y desentendernos de sus efectos aún presentes en esta encrucijada que no nos deja crecer como nación.
Alejandro Cifuentes-Lucic © Catalejo 2009/2013 Revisitado
En comillas: último discurso de Salvador Allende Gossens, Presidente de Chile (1970-1973)